By Carlos Islas

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“Es la economía, estúpido” es una frase que ha quedado instalada en la cultura política de Estados Unidos. Se expresó en las campañas presidenciales de 1992 para destacar la importancia de los elementos de la política interna que son esenciales para una elección. Su adopción popular ha sido extendida para destacar otras cuestiones esenciales en una determinada situación.

Sin dejar a un lado la importancia de la economía, esta frase popular debe volcarse hacia algo más profundo que ha convertido a Estados Unidos en una bomba de relojería: el racismo estructural; es decir, las estructuras sociales, políticas y económicas que son determinadas, parcial o totalmente, en función de la raza.

Desde el modelo esclavista utilizado en las colonias hasta la llegada de Donald Trump a la presidencia, el racismo, como estructura, nunca ha salido de la agenda política en Estados Unidos. Es cierto que la discusión se ha atizado en momentos distintos: la Proclamación de Emancipación emitida por el presidente Abraham Lincoln en 1862 que cambió el estatus jurídico de más de 3.5 millones de afroamericanos esclavizados, el Movimiento por los Derechos Civiles impulsado por Martin Luther King en la década de los 60 que buscaba extender el pleno acceso a los derechos civiles y a la igualdad por parte de los afroamericanos y la fundación del movimiento #BlackLivesMatter en 2013 que realiza campañas contra la violencia hacia los afroamericanos.

Estas discusiones, que atraviesan momentos de gran relevancia política en Estados Unidos en siglos diferentes, desnudan las desigualdades que se generan a partir del racismo estructural. Desde el acceso limitado a un sistema de justicia parcial hasta la brutalidad policial por parte de oficiales blancos, pasando por la discriminación económica, los afroamericanos, como minoría, han sido víctimas de un sistema cargado hacia el favorecimiento de los grupos dominantes (los blancos, los hombres) (Fukuyama 2019).

El ejemplo más reciente es la muerte del afroamericano George Floyd a manos de un oficial blanco en la ciudad de Minneapolis, Minnesota, el pasado 25 de mayo. Su muerte, más allá de haber rebasado por completo las intenciones individuales del oficial blanco que ha sido acusado de homicidio, ha sido un evento que evidencia la permanencia de las desigualdades que provoca el racismo estructural. Su resonancia ha provocado movilizaciones multitudinarias en favor de la vida y los derechos de los afroamericanos. Las protestas se han hecho presentes en los 50 estados de la unión, rompiendo las medidas de confinamiento que quedan en algunos de los estados.

El símbolo en el que se ha convertido Floyd representa la injustica de todo un sistema, donde ser afroamericano sigue siendo una sentencia de muerte en muchas ciudades de Estados Unidos. Esta  interpretación puede ser una zancadilla rumbo a la reelección de Trump, ya que ha cargado contra sus rivales políticos de estar detrás de las manifestaciones violentas. Además ha desplegado la guardia nacional en 21 de los 50 estados, con más de 4,000 detenidos, mientras él se ha refugiado en un bunker dentro de la Casa Blanca (Miranda Pérez 2020).

Ahora bien, las recientes protestas por la muerte de George Floyd han logrado poner al centro del debate un tema de suma importancia para la elección presidencial en noviembre próximo: la identidad. Desde hace unos años, esta se ha visto involucrada en una batalla que rinde electoralmente para ciertos grupos; es decir, la batalla de las identidades corresponde a la dimensión cultural que favorece ciertos perfiles como el nacionalismo y el populismo en  la elección.

En este caso, en Estados Unidos, la dimensión cultural de la elección tiende a una polarización en función de una construcción identitaria que se define no en terminos políticos, sino de etnia, cultura o fe. Además, El riesgo político que conllevan las batallas de la identidad aumenta el desprecio por todos aquellos que pertenecen a una identidad distinta; es decir, a la diversidad como un medio para gestionar las diferencias.

El creciente rechazo a la diversidad por parte de los “movimientos identitarios”, grupos de extrema derecha como el alt-right en Estados Unidos, también es un rechazo a todos los ideales que supone la democracia; es decir, a la diversidad de opiniones, al derecho a la diferencia, a la pluralidad de valores, etc. Este modelo de sociedad homogénea olvida por completo el debate político que nos ayudaría a forjar un lenguaje más universal y más incluyente de ciudadanía.

Sin embargo, el resultado de las batallas de la identidad puede tomar dos formas: por una parte está el sentimiento nativista de que la diversidad debilita la cohesión social y desgasta el sentimiento de identidad nacional; por otra está el argumento multicultural, en el que la aceptación de otros no conlleva el cuestionar su identidad, sino controlar las fronteras entre grupos. La primera fomenta el miedo, la segunda la indiferencia. Y ambas son peligrosas para la democracia (Malik 2017).

Lo que verdaderamente necesita una democracia como la estadounidense para contrarrestar la peligrosa dimensión cultural de la política es el compromiso. Este requiere un debate que haga reconocer la importancia y el respeto de las identidades a través del cuestionamiento de las creencias y valores del otro. De esta manera, la diversidad funciona como la puerta hacia una sociedad que busca ser libre, abierta y democrática. Por ello “es la identidad, estúpido”.


Bibliografía:

Fukuyama, Francis. Identidad. Barcelona: Deusto, 2019.

Malik, Kenan. «Aferrarse a la diversidad, apropiarse de la democracia.» Letras libres, 2017: 12-17.

Miranda Pérez, Hector. Sputnik. 1 de Junio de 2020. https://mundo.sputniknews.com/opinion/202006011091607861-protestas-en-eeuu-otra-zancadilla-en-el-camino-electoral-de-trump/ (último acceso: 1 de Junio de 2020).


Acerca del autor: Carlos Islas es politólogo por la UAM-I y miembro de la Red de Norteamericanistas del CISAN de la UNAM.