By Adrian Garcia

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El 23 de febrero del año 2021, la Cámara de Diputados aprobó en lo general una iniciativa propuesta por el presidente Andrés Manuel López Obrador, la cual se traducirá en una reforma a la Ley de Electricidad. En términos generales, esta modificación a la ley implicará que cambie el mecanismo productivo de las centrales eléctricas. Es decir, se reorganizará la manera en que dichas centrales generan electricidad, ya que según la nueva normatividad propuesta, el mayor porcentaje será producido por las centrales hidroeléctricas, seguidas de las plantas de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), generadores eólicos o plantas solares particulares y finalmente, la infraestructura de las empresas privadas.

A simple vista, pareciera ser que el jefe del poder Ejecutivo sentó las bases para la transición hacia fuentes alternativas de energía, sin embargo, la realidad dista mucho ser así. A partir de ello, en el presente artículo de opinión se presentarán argumentos que defienden la idea de que dicha reforma tiene como trasfondo: 1) reducir la participación de la iniciativa privada en el sector energético y 2) que se perpetúe el uso de los hidrocarburos como el recurso energético predominante.  Con base a ello, surge la pregunta ¿México tiene los recursos económicos, tecnológicos y humanos para transitar hacia el uso de fuentes alternativas de energía?

En primer lugar, uno de los grandes pilares que caracteriza la política de la actual administración es limitar la participación de la iniciativa privada bajo una consigna anti-neoliberal. Dicha postura se ve reflejada en las diversas comisiones que integran la agenda gubernamental, y en materia energética no fue la excepción.  Al rediseñar el mecanismo productivo de las centrales eléctricas, las plantas de la CFE se posicionarán como el principal responsable de la generación de electricidad, a pesar de que el primer puesto lo ocupen las centrales hidroeléctricas.

Al respecto, la construcción de presas para el aprovechamiento de los recursos hídricos no está destinada para la generación de energía. Las 180 centrales que hay en todo el territorio nacional se utilizan principalmente para el riego y sólo unas cuantas generan algunos Megawatts de electricidad de forma secundaria. Además, existe un margen máximo de aprovechamiento del agua, lo cual implica que las centrales hidroeléctricas no sean una fuente de energía constante.[1]

Por otro lado, los generados eólicos y paneles solares del dominio público y/o privado no generan la suficiente electricidad para posicionarse como fuentes alternativas, que incentiven la transición energética y sustituyan a los hidrocarburos. Los 7000 aerogeneradores instalados a lo largo del territorio nacional sólo representan el 0.95%, mientras las 72 centrales solares producen aproximadamente un 0.64% del estimado total de energía producida, que en 2019 fue de 6,332.812 PJ[2].[3] 

Es importante destacar, que el desarrollo de energía alternativa es una actividad relegada al ámbito privado. No hay un antecedente por parte de algún gobierno anterior, que haya creado las condiciones mínimas para que las instituciones públicas también participen en dicha actividad.  Las autoridades nacionales actuales tampoco tienen la intención de propiciar el uso de fuentes renovables de energía. Asimismo, en la reforma a la Ley de Electricidad no se hace mención de alguna estrategia para entablar negociaciones con el sector privado, que históricamente, ha sido una de las pocas instancias que introdujo el tema de diversificación energética al contexto mexicano.

Ahora bien, podría pensarse que el actual gobierno está perpetuando el uso de energía fósil a través de reformas “constitucionales” como la Ley de Electricidad, a cambio de adeptos  políticos o económicos. Sin embargo, esta postura responde más un tema de autonomía y seguridad energética.

La tecnología necesaria para aprovechar debidamente el potencial eólico, solar, geotérmico e hidroeléctrico que tiene el territorio mexicano es desarrollada esencialmente en el extranjero y por empresas particulares. Diseñar un modelo energético que se base exclusivamente en el uso de estas fuentes alternativas, implicaría otorgar la autonomía y seguridad energética del país “al mejor postor”, ya que México no cuenta con los conocimientos técnicos ni los recursos materiales, económicos y humanos necesarios para dicho propósito. Bajo esta lógica, es comprensible que la construcción y expansión de refinerías, así como la centralización en la gestión de la electricidad sean los pilares de la política energética. Ya que ello garantizaría que la autonomía y seguridad energética sea tarea exclusiva del Estado mexicano, al menos durante algunos años.

Las tendencias internacionales han dejado claro que este modelo dejó de ser redituable desde la década de 1970.[4] Es decir, los hidrocarburos  ya no pueden solventar el abasto energético y utilizarse como moneda de cambio en transacciones financieras a causa de la alta volatilidad de sus procesos, su costo prohibitivo y el impacto negativo sobre el medio ambiente.

En otras palabras, más que centralizar el modelo de gestión energética para garantizar la productividad y el abasto de electricidad a corto plazo, el gobierno mexicano debería atender las deficiencias en materia de desarrollo tecnológico y mano de obra capacitada, que impiden que el país transite hacia el uso de fuentes alternativas de energía. Al respecto, el sector académico podría tomar un papel fundamental en este hipotético proceso de reestructuración. No sólo para cuestiones técnicas sino también para el estudio de costos y beneficios sociales de dicha transición energética. 


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[1] Federico Lopez, “Primer Conversatorio sobre Energía”, México, El Colegio de México, 24 de febrero del 2021 (Conferencia)

[2] PJ o Penta Joule, es una unidad estandarizada que mide la energía.

[3] Datos obtenidos de la Secretaria de Energía de México [Consultado el 3 de marzo de 2021 en https://www.gob.mx/sener/articulos/balance-nacional-de-energia-2019-265005]

[4] D. Acosta, Amylkar, La crisis energética y las energías alternativas, Bogotá, Universidad Externado de Colimbia, 2011, pp. 1,  7 y 8.


Acerca del autor: Adrian Garcia es egresado de la licenciatura en Ciencias Políticas y Administración Pública de la UNAM. Ha trabajado en algunas organizaciones políticas e instituciones gubernamentales de índole financiera y estadística.