Héctor Sánchez

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Alguna vez el Partido Revolucionario Institucional fungió como la figura paternalista del México huérfano del siglo XX. Una figura que tomó la bandera de la Revolución Mexicana y la transformó en una hegemonía partidista que concluiría hasta comenzado el siglo XXI. El PRI ha sido, sin lugar a dudas, uno de los protagonistas principales de la vida política, social e incluso económica de la nación desde que la democratización comenzó a perfilarse como el principal proyecto postrevolucionario. Y aunque este partido ha pasado por varias transformaciones a lo largo de su historia, su esencia parecía inquebrantable; un partido que no podía definirse de manera clara en cuanto a los extremos del espectro político, pues el PRI entendió a la perfección que debía moverse tanto en los escenarios de izquierda como de derecha para acaparar los grandes e importantes sectores de la sociedad mexicana, siempre privilegiando la adhesión del electorado para sí. Por todo esto, el Revolucionario Institucional sirvió al mismo tiempo como un homogeneizador de la sociedad mexicana, pues el grado de cohesión que impulsó en el país durante la primera mitad del pasado siglo permitió la institucionalización y la democratización mexicana, aunque claramente con medias tintas y siempre a su modo.

No obstante, después de la gran derrota tricolor a manos del PAN en al año 2000, el PRI se sumergió en una condición jamás vista para dicho partido, pues acumuló dos sexenios sin pisar la silla presidencial, hecho que terminaba por pesar al interior del partido y en el accionar político de sus miembros. Pero, a pesar de no tener a su cargo el poder ejecutivo, este seguía manteniendo la mayoría relativa en el Congreso de la Unión con todo tipo de alianzas, lo cual terminaría por hacerle volver al ejecutivo en el año 2012, terminando así con la sequía triunfadora a nivel presidencial. Esto significaba que, en palabras de la intelectual Joy Langston, el PRI sigue siendo ese partido que se niega a morir; es “el dinosaurio que no murió.”

Sin embargo, el alto nivel de corrupción y de impunidad al interior del partido, aunados a una baja reputación del encargado del ejecutivo por las reformas promovidas en su gobierno y a algunos escándalos de corrupción, terminaron por verse reflejados en un malestar social generalizado en los comicios del año 2018, comicios que terminarían por arrancar al priísmo de nueva cuenta de la silla presidencial, tal y como había sucedido en los comicios del año 2000. No obstante, esta vez su caída no se limitaría a la pérdida del poder ejecutivo, sino que por primera vez, el Partido Revolucionario Institucional no tendría presencia como primera minoría en ninguna de las cámaras. El presidencialismo descomunal que el propio PRI había edificado en México se volvía a hacer presente con un gobierno unificado en 2018, sin embargo, esta vez el partido tricolor no era el protagonista.

El fenómeno llamado Morena evidenció a los partidos políticos tradicionales mexicanos y puso en jaque el carácter endeble en el cual el partidismo se encuentra en estos momentos en el electorado mexicano.

La llamada izquierda morenista ganó y la llamada derecha panista se volvió la oposición más fuerte (o más visible). Pero… ¿Y el PRI? Pues bien, este partido terminó por sumergirse en el limbo político. La versatilidad que le caracterizó para convertirse en lo que Sartori nombró como partido hegemónico ya no encontró cabida en una sociedad mucho más compleja que aquella del siglo pasado. Al Revolucionario Institucional terminó por pasarle factura su nulo posicionamiento claro para con el electorado, por lo que sus ofertas políticas no terminaron por hacer ruido en 2018, evidenciando su falta de identidad al elegir incluso a José Antonio Meade, un ciudadano que no pertenecía a las filas militantes del PRI.

El PRI parecía condenado a una metamorfosis sui géneris en el sistema de partidos políticos mexicano, contando con la carga de la derrota absoluta en el 2018 y la ruptura al interior del partido con sus miembros y militantes. Lo que se mencionaba para el futuro del priísmo no se alejaba mucho de predicciones fatalistas que auguraban a otro PVEM, es decir, se tenía la certeza de que el PRI se convertiría en una especie de partido satélite que terminaría por adherirse a cualquier fuerza política con tal de sobrevivir y de evitar o retrasar una caída demasiado anunciada. Parecía ser lo más probable, pero si algo hemos podido observar en la esfera política en medio de una sociedad mexicana mucho más complejizada que nunca, es que nada está estrictamente dicho.

Las victorias recientes en los pasados comicios del Revolucionario Institucional en los estados de Coahuila e Hidalgo terminan por reafirmar que, por más que el panorama carezca de tintes tricolores, al PRI no puede dársele por derrotado completamente. Dos años después de su peor derrota en la historia, el partido muestra señales vitales en la vida política de México. Es cierto que aún falta tiempo para dictar algún veredicto final con respecto al nivel de importancia y de protagonismo que tendrá después de los comicios del año siguiente, pero sus recientes victorias electorales y las alianzas que se encuentran en plena maquinación para poder contender en las elecciones de 2021 (como la alianza PRI-PRD en Nuevo León) permiten observar que el PRI sigue siendo ese dinosaurio que no puede morir.


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Acerca del autor: Héctor Sáchez es estudiante de Ciencias Políticas y Administración Pública y Sociología.