Correo: naomibsolares@politicaladvisorsapc.com
Posteamos indignados por los asesinatos de Jacob Blake, George Floyd, Breonna Taylor y Philando Castille -por mencionar solo algunos-, nos unimos a su causa y condenamos el racismo en la nación vecina. Y, aunque hablar al respecto me parece algo necesario y justo, no puedo evitar preguntarme: ¿Por qué no debatimos con la misma pasión acerca del racismo que existe en nuestro país?
Porque sí, aunque tratemos de negarlo, el racismo está presente y vivo en nuestro país. De alguna forma se ha tratado de minimizar su presencia argumentando que lo que realmente pasa en México es un problema de clasismo, como si realmente juzgar a alguien por su estatus socioeconómico fuera algo más aceptable. Y es que hay mucha gente que se ha justificado tras la frase de “el pobre es pobre porque quiere” y por tal, si se vive en pobreza extrema debe ser porque la gente no le echa suficientes ganas a la vida.
Sin embargo, los resultados publicados en la Encuesta Nacional Sobre Discriminación han comprobado que a la población indígena se les ha negado el acceso a derechos fundamentales; tales como la educación, además, es discriminada en ámbitos laborales.
No es que la gente no se esfuerce; la realidad de México es que no todos tenemos las mismas oportunidades y sí, el color de nuestra piel influye en ello.
Para entender la historia del racismo en nuestra nación es necesario remontarnos a la época colonial, cuando había claras distinciones entre las diferentes castas.
Desde tiempos inmemoriales la población indígena y africana fueron relegados a la parte más baja de la sociedad.
Hemos arrastrado una herencia desde el pasado y ésta ha quebrantado nuestro tejido social. En pleno siglo XXI pensamos que es normal escuchar a tantas personas usar la palabra “indio” o “prieto/a” como una ofensa en un país en el que 21.5% de la población es indígena, el 1.2% es afrodescendiente y un 64% se considera morena.
Somos una nación constituida por la mezcla de diferentes “razas” y contrario a lo que se nos ha enseñado desde que se fundó nuestro país, ser blanco no te hace mejor y ser moreno no te hace malo.
Tenemos el deber de informarnos, entender y apoyar la lucha de los sectores cuyas voces no han sido escuchadas durante cientos de años; ignorados no solo por el Estado mexicano -tomemos como ejemplo el hecho de que apenas en el año 2019 se reconoció constitucionalmente al sector afrodescendiente de nuestro país y apenas en 2020 se incluyeron en el censo del INEGI- sino por todo el tejido social mexicano.
Cambiar el panorama será una tarea ardua, la discriminación está infiltrada en muchos sectores e instituciones de nuestro país; desde los medios de comunicación que han hecho una gran parte del trabajo en perpetuar la normalización de la discriminación -no solo la racial sino todas las formas de discriminación existentes-, imponiendo incluso ciertos cánones de belleza basados en estándares europeos donde predominan las personas de tez blanca y cabello rubio, hasta nuestro sistema de justicia que es deficiente a la hora de sancionar a aquellas personas que humillan, desprecian y segregan basados en criterios tales como el color de piel, el estatus socioeconómico, la religión, las preferencias sexuales y el género.
De acuerdo a datos de la CONAPRED “En el Distrito Federal y en otras 12 entidades federativas, la discriminación está tipificada como delito, pero nunca ha habido una sentencia por este motivo”.
La impunidad reina en nuestro país y las víctimas de discriminación no sienten la confianza para poder exigir justicia. De hecho, gran parte de la población indígena de nuestro país es traicionada por el mismo sistema que debería proteger a todos los mexicanos.
El Estado quizá no cambie de manera inmediata, pero nosotros SÍ podemos.
El concepto de raza, que no ha sido más que una construcción social que ya no tiene uso en nuestros días y, que lejos de ayudarnos, ha cimentado las bases para que existan divisiones entre nosotros. Se nos impuso la creencia del mestizaje como una forma sutil de deshacernos de lo indígena y lo autóctono; una especie de “raza” que no incluye realmente nuestras raíces pero que si se inclina más por lo blanco, caracterizado por frases como: “Es que mi bisabuelo es español, por tanto yo también tengo sangre española”, que son dichas con todo el orgullo del mundo.
Es momento de que dejemos de asociar la piel morena con algo malo, como si fuera vergonzoso, como si fuera algo que tenemos que ocultar. Aprender a abrazar nuestras raíces -pero abrazarlas de verdad- y reconocernos como un pueblo diverso donde nadie es más, ni menos.
Aceptar, de una vez por todas y aunque sea incómodo, que México es racista. Que existen los privilegios y las desigualdades. Debemos asumir nuestra responsabilidad y tomar fuerza para cambiar las mentalidades que tanto nos han lastimado durante cientos de años.
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Acerca del autor: Naomi Solares es estudiante de sociología en la UAM Xochimilco.
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