By Carlos Islas

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El miércoles pasado, miles de seguidores incitados por el presidente Donald Trump irrumpieron en los edificios del complejo del Capitolio de los Estados Unidos y obligaron a suspender la sesión en conjunto del Congreso en la que debía efectuarse la certificación de los resultados del Colegio Electoral que dieron la victoria a Joe Biden con 306 votos convirtiéndolo en el presidente electo. La turba presente en el Capitolio fue instigada por el llamado a impedir la sucesión presidencial a como dé lugar. Las convocatorias, hechas en medios extremistas y en redes sociales de ultraderecha, excedieron por completo los límites de la libertad de manifestación y de expresión para profundizarse en la violencia y en la insurrección, ya que los manifestantes que ingresaron al Capitolio de forma violenta portaron armas y símbolos confederados aludiendo al pasado esclavista de los Estados Unidos.

Ahora bien, estos acontecimientos imponen varias realidades. Primeramente, queda manifiesto que Donald Trump no es un hombre de instituciones y que, desde la cima del poder, puede apelar a la sublevación popular para impedir el funcionamiento de la democracia que atenta contra sus intereses personales. Muchos catalogarían dicho acto como un auto golpe de Estado. Parece una contradicción, pero no lo es.

Segundo, las palabras de un presidente importan mucho cuando se trata de entregar o recibir el poder. La irresponsabilidad de las palabras de Trump escaló de una manera brutal, ya que no sólo convocó a sus simpatizantes, sino los animó. “Nunca nos rendiremos, nunca concederemos. Nuestro país ya ha tenido suficiente. No aguantaremos más”, dijo Trump en un mitin afuera de la Casa Blanca. Aunque no los llamó a la acción de manera expresa, el discurso incendiario que Trump ha promovido desde su primera campaña en 2016 alienta y normaliza la violencia en actos ocurridos como los del pasado miércoles.

Tercero, los Estados Unidos viven un momento de extrema polarización política nunca vista. Las divisiones son tan profundas que los grupos definen sus identidades políticas en contraste con los “otros” mientras la tolerancia queda relegada por el nulo reconocimiento legítimo entre los diversos grupos. Lo cierto es que estas divisiones han sido provocadas en gran medida por Trump y con el asalto al Capitolio queda expreso quiénes son sus seguidores más fervientes dispuestos a violentar la Constitución para mantener al presidente en el poder. Este grupo de seguidores, creyentes de las teorías de la conspiración, defiende a capa y espada la idea de un fraude electoral para remover a Trump de la presidencia, aunque estas hayan quedado desacreditadas por la máxima autoridad judicial al indicar que no hay evidencia sustancial de dicho fraude.

Cuarto, a lo largo de su mandato, Trump ha sido un activo político del Partido Republicano para avanzar la agenda conservadora a lo largo y ancho del país. Su gran objetivo fue la reestructura del Poder Judicial con una mayoría conservadora que puede extenderse por una generación. Sin embargo, Trump ha dejado de ser ese activo político, ya que les ha costado a los republicanos el Congreso, la presidencia y les ha heredado una de las páginas más oscuras de la democracia estadounidense. Hoy, después de los vergonzosos hechos en el Capitolio, los legisladores republicanos se encuentran en la siguiente encrucijada: seguir apoyando fervientemente a Trump y su discurso incendiario, al mero estilo del senador Ted Cruz, para capitalizar su base electoral de más de 70 millones de votantes o distanciarse definitivamente del trumpismo, al mero estilo de los senadores Mitch McConnell y Lindsey Graham, para no ser vinculados con el intento de un auto golpe de Estado. Por lo mientras Trump y sus secuaces (Giuliani, Miller y sus propios hijos) siguen siendo dueños y señores del Partido Republicano.

Quinto, el daño que Trump ha hecho a la democracia estadounidense desde hace uno años está trayendo consecuencias sumamente complicadas para la próxima administración encabezada por Joe Biden. La polarización social, el racismo rejuvenecido, la xenofobia rampante y el desprestigio internacional son algunos de los grandes problemas que Trump hereda a su sucesor. Además, la propaganda y las calumnias incendiarias que Trump ha hecho desde la presidencia infundan de desconfianza y malicia las instituciones estadounidenses y sus procesos democráticos. Lo cierto es que el próximo 20 de enero, la presidencia de Trump habrá llegado a su fin y pasará a la historia como un capítulo tortuoso para la democracia norteamericana. Sin embargo, el trumpismo no acaban ahí, ya que el movimiento seguirá haciendo de las suyas para clamar espacios entre los republicanos en el Congreso, mientras Trump evalúa la posibilidad de su candidatura a la presidencia en 2024 aunque aún haya la posibilidad de separarlo del cargo en estos últimos días de su primer mandato.

Por último, hay que recordar que los hechos del pasado miércoles en Washington son una lección importantísima para todos: hasta en las democracias más longevas y consolidadas existen los deseos de insurrección. Esta lección debe interpretarse como una advertencia para todas las democracias que han descuidado sus propios procesos democráticos. La historia comienza a escribirse ahora mismo.


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Acerca del autor: Carlos Islas es politólogo por la UAM-I y miembro de la Red de Norteamericanistas del CISAN de la UNAM.